Era una noche de tormenta lejana. Bajo las sábanas, todo se
oía como si estuviera del otro lado de la mampara.
La luz de la lámpara de mesa era amarilla y espesa. Teñía a
todo el espacio de una calidez abrumadora. Sería aquella la que hacía que todo
fuera distinto. O quizá, simplemente esa noche su piel se había suavizado ante
el ávido contacto con mi mano.
De un instante a otro, la escena se transformó. Se paró al
lado de la lámpara, a una lejanía tal que pudiera ver su cuerpo entero.
Desnudo, de espaldas, miraba hacia la pared. Su mirada, fija. Incluso sin poder
ver más que su blanco cuello, su mirada estaba ahí. La conocía tanto que la
sentía rebotar en los libros del estante que tenía frente a él.
Nuevamente.
No era la primera vez que pasaba. Suele perderse por unos
instantes que condensan, y caen lentamente como gotas de ventana. Pero esta vez…
Esta vez sus pensamientos fueron tan intensos que las gotas de ventana eran
tormenta.
Tormenta, viento, truenos, lluvia, gotas, ventana.
Y por un segundo. Por un segundo los oí. Estuve ahí.
Ya no era mirar a través de sus ventanas empañadas, sino ser
parte.
Y por un segundo, sentí que el viento me volaba.
Tuve miedo. Temí que me llevara, y que nada quede de mí, más
que las sábanas desarregladas, un atisbo de mi silueta, cuerpo que esperaba el
calor de su sangre bombeando tan intensamente.
Pero allí estaba. Allí estábamos, nuevamente mirándonos a
los ojos.
La tormenta continuó su curso.